Sábado, 1 de abril de 2017

 

VIVIR EL EVANGELIO

“Y Jesús lloró.”

—Juan 11,35

Presten atención a estas tres palabras del Evangelio de esta semana— tres palabras fácilmente omitidas, fácilmente olvidadas. Podríamos ni siquiera escucharlas, o dejarlas surtir efecto. Después de todo, poco tiempo después, Jesús levanta a un hombre de entre los muertos— ¡una hazaña mucho más interesante que algunas lágrimas derramadas! Pero hay algo más profundo aquí, algo muy importante que merece un momento de reflexión: Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, el Dios del universo lloró. ¿Y por qué? Debido a que se encontró con el sufrimiento de los que le rodean.

El sufrimiento es un gran misterio en nuestra vida y en nuestra fe, y cada gran religión intenta luchar con él. Como cristianos, sabemos que el sufrimiento puede ser redentor, nos puede unir a la cruz de Cristo y ser utilizado para la salvación de las almas. Pero eso no lo hace más fácil— y Dios lo sabe. El nuestro es, entonces, un Dios que sufre con nosotros, que llora cuando sufrimos, que camina entre nosotros y escucha nuestro clamor y llora con nosotros. Por otra parte, el nuestro es un Dios que quiere que lloremos, que expresemos nuestro dolor y lucha. Nunca olviden la historia de Job, que en su gran prueba desafía a Dios con las palabras: “¡Maldito el día en que nací!” (Job 3,3). Y Dios responde; él le contesta a Job. Dios quería que Job expresara lo que había en su corazón.

No hay una respuesta fácil para el sufrimiento, y Dios lo sabe. Sin embargo, la respuesta es no reprimirlo y pretender que no existe; más bien, Dios quiere escuchar nuestro clamor para que Dios pueda llorar con nosotros.